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TEMA: Sally Clark (por Adrian Paenza)

Sally Clark (por Adrian Paenza) hace 11 años 2 meses #107028

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Sally Clark

Por Adrián Paenza

Sally Clark trabajaba en 1990 como abogada en un estudio en el centro de Londres. Se casó con Steve Clark, también abogado, y se mudaron a Manchester. Allí nació Cristopher, el primer hijo de la pareja. Fue el 22 de septiembre de 1996. Menos de tres meses después, el 13 de diciembre, Sally llamó a una ambulancia en un intento desesperado por salvar la vida de su hijo. No alcanzó. Cuando los paramédicos llegaron a su casa, Cristopher ya estaba muerto. Sally era la única que estaba con el niño en ese momento. Los médicos que revisaron el cuerpo de la criatura no lograron descubrir nada significativo y consideraron que la muerte había sido por causas naturales (hubo incluso alguna evidencia de una infección respiratoria) y ningún signo de que hubiera habido falta de cuidado o atención por parte de la madre.

El matrimonio Clark volvió a tener otro niño, Harry, que nació prematuramente a menos de un año de la muerte de Cristopher: el 29 de noviembre de 1997. Pero ¿por qué estaría escribiendo yo una nota de estas características si no se esperara algún hecho sorprendente? Y bien, menos de dos meses más tarde, el 26 de enero de 1998, Harry murió repentinamente también y, una vez más, Sally era la única persona que estaba con el bebé en su casa en el momento de la muerte.

Esta vez, Sally y su marido fueron enviados a prisión, pero mientras él fue absuelto casi inmediatamente, Sally fue acusada del doble homicidio de sus hijos. Aconsejada por sus abogados, Sally nunca contestó ninguna pregunta, pero siempre sostuvo que era inocente.

En el momento del juicio, los abogados defensores sostuvieron la hipótesis de que los niños fallecieron de lo que se llama Síndrome de Muerte Súbita del Lactante (SMSL), pero el jurado en 1999 la encontró culpable después de una declaración impactante de un famoso pediatra inglés, coronado como “caballero” por la reina, Sir Roy Meadow.

Meadow, aprovechando los datos conocidos en un reciente estudio sobre el SMSL, usó la teoría de probabilidades para “demostrar” que ese síndrome no pudo haber sido la causa de la muerte y, por lo tanto, desechada esa posibilidad, ¿qué otra alternativa quedaba que no hubiera sido la madre? Si bien no había nada que indicara que Sally (la madre) hubiera cometido algún acto de violencia que deviniera en la muerte de su hijo, igual que en el caso de Cristopher, esta vez no hubo simpatía de parte de los profesionales: Sally tenía que haber sido la responsable de la muerte de sus dos hijos.

Si uno lee la biografía del Dr. Meadow, entiende la repercusión que tuvo su trabajo científico en Inglaterra. Fue él quien describió en 1970 un trastorno psicológico en algunos padres (en general la madre) que consiste en llamar la atención simulando o “causando” la enfermedad de uno de sus hijos. La carrera de Meadow se transformó en una suerte de cruzada para proteger a los niños de las enfermedades mentales de sus padres y los abusos psicológicos de padres a hijos.

Meadow fue un testigo clave para el fiscal, ya que él sabía que los datos que se conocían en ese momento decían que la probabilidad de que un niño muriera de SMSL era de uno en 8500 (aproximadamente). Por lo tanto, concluyó Meadow, la probabilidad de que dos niños murieran de SMSL en la misma casa debía resultar de la multiplicación de estos dos números:

(1/8500) x (1/8500) = 1/72.250.000.

Es decir, la probabilidad de que se produjeran dos casos en el mismo núcleo familiar (según Meadow) era de uno en casi 73.000.000. Y agregó: eso solamente podría pasar en Gran Bretaña una vez por siglo. Ese fue el toque final.

Sally Clark fue condenada a prisión perpetua.

El juez escribió en su fallo: “Si bien nosotros no condenamos a nadie en estas cortes basados en estadísticas, en este caso las estadísticas parecen abrumadoras”.

El juicio ocupó la primera plana de todos los diarios y todos los segmentos de noticias de todos los canales de televisión. Nada nuevo por cierto. El único inconveniente es que se trató de un flagrante “mal uso” de las estadísticas. Lamentablemente para Sally, las conclusiones del médico fueron totalmente desatinadas.

En principio, para que ese número pudiera ser calculado de esa forma, habría que tener la certeza de que los sucesos fueron realmente independientes y eso, para alguien bien intencionado y mínimamente preparado, es obvio que es falso. ¿Independientes? ¿Cómo ignorar que eran hermanos, hijos de los mismos padres? Ya con ese dato solamente, multiplicar esos dos números torna casi ridícula la apreciación de Meadow.

Más aún: un estudio realizado por el profesor Ray Hill, del departamento de matemática de la Universidad de Salford, ofreció otros datos contradiciendo lo que había sostenido Meadow en el juicio. Su conclusión: la probabilidad de que suceda a una pareja de hermanos habiendo fallecido uno de ellos es de ¡uno cada 130.000! “Teniendo en cuenta que en Gran Bretaña nacen aproximadamente 650.000 niños por año –escribió Hill–, podemos esperar que alrededor de cinco familias por año sufran una segunda muerte trágica en su núcleo familiar, si el primero de los bebés fallece debido al SMSL.”

En resumen, el SMSL tiene un componente genético de manera tal que una familia que haya sufrido un caso de muerte de un niño por esas razones enfrenta un serio riesgo de que vuelva a suceder.

Además, habría que comparar la probabilidad de que dos niños mueran por esa causa, con la probabilidad de que la madre sea una asesina serial, que es aún muchísimo menor, y luego tendría que suceder que una asesina serial mate a dos niños, y para hacer todo aún menos probable, esos dos niños ¡tendrían que ser sus hijos! Este es otro caso típico de lo que se llama “la falacia del fiscal” [1].

Afortunadamente varios matemáticos especialistas en estadística, enterados de lo que había sucedido, irrumpieron en la escena poco menos que zapateando arriba de la mesa. Un artículo publicado en el British Medical Journal, una de las más prestigiosas revistas británicas sobre medicina, llevó el título: “¿Convicta por un error matemático?”. Pero no fue suficiente. Sally Clark perdió su apelación y fue presa. Allí fue donde el propio presidente de la Real Sociedad Estadística de Inglaterra le escribió al presidente de la Cámara de Lores y jefe de la Administración de Justicia en Inglaterra (y Gales) y le dijo escuetamente: “El número ‘uno en setenta y tres millones’ es inválido”.

Finalmente, en el año 2003, en la segunda apelación, cuando ya se había montado una campaña en toda Gran Bretaña para liberarla, Sally Clark fue dejada en libertad. Eso no fue obstáculo para que cuatro años más tarde, con su condición anímica totalmente deteriorada, ella misma se quitara la vida. Había dado a luz a un tercer hijo, pero ya no lo vería crecer. Sally había escrito que si “ella hubiera formado parte del jurado y le hubieran presentado el caso como hizo el fiscal, ella hubiera votado como ellos. ¡Pero soy inocente!”.

Usando el mismo argumento, la Justicia inglesa revisó los casos de otras tres mujeres que habían sido condenadas de por vida por haber –supuestamente– asesinado a sus hijos. Las tres quedaron en libertad.

Este ejemplo, del cual sólo he contado una brevísima parte para ahorrarme (y ahorrarles) todos los capítulos amarillos y escabrosos, merece una reflexión final: la matemática es indispensable hoy para avanzar en casi cualquier campo, elija el que elija. Pero juntar datos es insuficiente: después hay que saber interpretarlos y, para hacerlo, es necesario convocar a personas que estén acostumbradas y entrenadas. No se trata de que personas especiales (los matemáticos son tan especiales como cualquier otro), sino personas educadas.

[1] Ver el artículo “Falsos Positivos” que salió publicado en Página/12 el 15 de febrero de 2012 (www.pagina12.com.ar/diario/contratapa /13-187588-2012-02-15.html).


fuente :

www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-214264-2013-02-20.html

continua ,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,
Última Edición: hace 11 años 2 meses por icaro8.
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Re: Sally Clark (por Adrian Paenza) hace 11 años 2 meses #107029

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Falsos positivos

Por Adrián Paenza

A esta altura del siglo XXI, las estadísticas han tomado un lugar preponderante en nuestra sociedad. Desde que las computadoras personales (en sus variadísimas formas) han llegado a niveles de velocidad y precio impensables hace una década nada más, la recolección de datos (y su posterior análisis) permite descubrir patrones que uno no tenía idea que existían.

Es por eso que acceder a las herramientas que provee el estudio de las probabilidades se ha transformado en vital para el desarrollo y alfabetización de una persona, y por eso creo que deberían empezar a enseñarse en la escuela primaria. En una época alcanzaba con poder hacer razonamientos que tuvieran que ver con “una sencilla regla de tres simple” o con cálculos de proporciones. Hoy, tenemos la capacidad de decodificar el genoma humano, de estudiar y alterar las propiedades nanométricas de ciertas sustancias, de predecir las condiciones climáticas, de estimar la salinidad de los mares, podemos operar a distancia usando robots, modificar la genética de algunos cultivos, diagnosticar y tratar enfermedades con medicina nuclear, transmitir datos con velocidades próximas a la de la luz, describir lo que sucede en Marte y ver en lugares en donde el hombre jamás antes había tenido acceso. La lista podría seguir hasta hacerse virtualmente interminable.

Ahora bien: es necesario prepararse para poder extraer las conclusiones correctas y no dejarse impresionar por lo que uno cree o sospecha que tiene que pasar de acuerdo con nuestra limitada capacidad para intuir, especialmente cuando se trata de cuestiones que involucran a las probabilidades.

Hay un ejemplo maravilloso, que tiene que ver con la medicina. Léalo con total ingenuidad y fíjese qué diría usted si tuviera que elaborar un juicio sobre el planteo. Por supuesto es un ejemplo totalmente ficticio pero muy utilizado para exhibir lo que se llama La Falacia del Fiscal[1]. Voy a presentar una versión[2] de las múltiples conocidas pero ciertamente una de las más atractivas.

Supongamos que se descubriera una nueva enfermedad, fatal para el ser humano. Supongamos además que es muy raro encontrarla, pero si alguien la contrae la probabilidad de sobrevivir es virtualmente nula. Lo bueno es que hay una forma de detectarla muy rápidamente. Un grupo de biólogos y médicos desarrolló un test que tiene un grado de certeza tal que, si a una persona le da positivo, eso significa que la probabilidad de que haya un error es una en un millón. De nuevo: si al realizar el test en búsqueda de esta enfermedad el resultado fuera positivo la probabilidad de que esta persona no tuviera esa enfermedad sería de una en 1.000.000.

Ahora bien: usted llega a hacer una consulta con su médico y, frente a algunos síntomas que le reporta, él decide someterlo a la prueba para saber si entre los posibles causantes estuviera esta enfermedad. Le sacan sangre y cuando vuelve al hospital, el médico lo mira horrorizado y le dice: “Vea, el test para detectar la enfermedad de la que le hablé... ¡le acaba de dar positivo!”.

Por supuesto, el médico –que conoce que el desenlace será inevitable una vez que se confirmen estos resultados– intenta calmarlo, pero no hay nada que hacer. Usted, mientras tanto piensa: “¿Habrá alguna posibilidad de que el resultado esté equivocado? ¿No habrá algún error? ¿Cuál es la probabilidad de que yo sea justo uno de los casos llamados falsos positivos?” Ambos –el médico y usted– saben bien que esa probabilidad es bajísima: ¡una en un millón!

Y acá, le pido que acepte una pausa en el relato. Yo lo conduje para que se convenciera de que las posibilidades de que quien resulte con un test positivo se salve, son virtualmente inexistentes. Es casi imposible pedir más: un estudio que garantice un resultado cierto con un error de uno en un millón es el test “casi” perfecto.

Sin embargo, y hasta acá quería llegar, faltan algunos datos.

Cuando escribí más arriba que la enfermedad era de muy rara aparición, no especifiqué “cuán rara” era. Ahora lo voy a hacer, al incluir un hecho importante: la estimación de los científicos es que solamente una cada mil millones de personas la tiene. Es decir, que si uno piensa que en el mundo somos alrededor de 7 mil millones de habitantes, y solamente una de cada mil millones la padece, eso significa que hay solo 7 personas que están enfermos. Obviamente, esto no es un dato menor.

Fíjese que ahora, si bien el test sigue siendo tan infalible como lo era al principio, si se lo hicieran a toda la población mundial de 7 mil millones de personas, habría 7000 personas que darían positivo ¡aunque no tuvieran la enfermedad! Y esto sucede porque una de cada millón es un falso positivo. O sea, la abrumadora mayoría de las personas que dan positivo, están sanas.

En ese caso usted podría ser una de esas 7000 personas que no tienen la enfermedad, pero a quienes el test le dio positivo. Es decir, que como se estima que hay solamente 7 personas que la padecen, ¡sólo uno de cada 1000 habitantes a quienes les dio resultado positivo la tiene! O sea, ahora se redujo el caso a detectar si usted es (o no) una de esas siete personas.

Por lo tanto, que a usted le hubiera dado positivo el test, no debería incomodarlo para nada. En todo caso, usted tiene 999 posibilidades a favor de que sea un falso positivo.

Como se ve, un análisis apresurado puede hacerle creer a usted (y también a su médico) de que si bien un test parece infalible (y de hecho es virtualmente así), eso no significa que usted esté en peligro ni de morir ni de tener una enfermedad terminal.

La idea de que el test fuera incorrecto en un solo caso en un millón termina siendo un engaño. Cuando uno pone todo en perspectiva y advierte que la enfermedad sólo afecta a una de cada mil millones de personas, entonces lo que parecía conducir a un diagnóstico lapidario, termina siendo sólo un “falso positivo”.

La utilización cuidadosa de los datos y el análisis por parte de matemáticos especialistas en el estudio de probabilidades y estadísticas, sirve para prevenir interpretaciones equivocadas y desatinos que son mucho más comunes de lo que uno advierte.

Es por eso que se transforma en esencial ayudar a los médicos a no sacar conclusiones equivocadas al leer los datos y prevenirlos frente a potenciales errores de diagnóstico. Para eso, ahora más que nunca antes, hace falta el trabajo en equipo, en donde la presencia de científicos de distintas ramas contribuya a echar luz donde parece no haberla.

[1] Se llama La Falacia del Fiscal o Prosecutor’s Fallacy (en inglés) por las acusaciones y condenas de individuos reportadas en los últimos 50 años, en donde las pruebas incriminatorias parecían contundentes hasta que la aparición de matemáticos especializados en probabilidades y estadística terminaron por exhibir los errores cometidos. Gente inocente pagó con años de cárcel y personas acusadas de homicidios (múltiples en algunos casos) murieron sin haber tenido responsabilidad alguna. De la misma forma, y en sentido inverso, el sonado caso de O.J. Simpson en 1994 mostró cómo la distorsión de los datos y su manipulación para encontrar alguna forma de absolverlo, terminaron por declarar inocente a quien todo indica que fue el autor material del crimen del que se lo acusaba.

[2] El autor de la idea es Charles Seife, reconocido profesor y periodista científico norteamericano, quien contribuye periódicamente en las revistas Scientific American, The Economist, Science y New Scientist entre otras. Para él entonces el crédito que le corresponde.


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fuente :

www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-187588-2012-02-15.html

saludos desde la pcia de bs as rep argentina ,.-32
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